Fue tan gradual que apenas se dieron cuenta. Estaban subyugados a lo que dijera Fiyero. Apenas una semana después del intento de fuga de Nessarose, el campamento se había fortificado como si de un alcázar se tratase. Siempre había alguien patrullando o haciendo guardia, fusil en mano, por si el grupo de desterrados se le ocurriera volver. O por si alguien de la playa quisiera unirse a ella, pensaba Elphaba.
Nadie podía salir del campamento
si no era por orden expresa de Fiyero, que se había convertido el líder
absoluto. Tenía sus muy afines, compañeros de universidad y de armas reclutados
durante su largo historial de atentados. Ocupaban los puestos de seguridad,
inventario de armas, etc. Pero también había muchos que no llevaban bien el
seguir a un líder autoimpuesto por las armas. ¡Joder, que eran anarquistas!
Elphaba no acababa de estar
cómoda con nadie. Los detractores de Fiyero la consideraban su amiga y la
rechazaban, y los afines del gran líder directamente la ignoraban. Sus mejores
compañeros se quedaron en Oz, desoyendo la llamada a las armas, conformándose con
los pasquines. Si Elphaba embarcó fue por Fiyero. Y él no quería saber nada de
ella. Estaba sola. O casi sola, ya que sospechaba de las intenciones del
capitán Caparazón de Tortuga.
Después de la batalla en la
playa, los marineros se atrincheraron en la Honor meditando qué iban a hacer.
Nada les ataba a permanecer en el nuevo mundo a sabiendas que el grupo que habían
traído se había separado. Fue Caparazón el que insistió en quedarse hasta que
no se asegurara un porvenir a los náufragos, pero cada día que pasaba había
menos motivos para sentir lástima de ellos. Todo lo contrario: Fiyero era más
numeroso, tenía las armas, y secretamente vigilaba al barco, porque lo acabaría
necesitando. Aun así, allí seguían atracados. Caparazón bajaba muy a menudo a
la playa, buscaba a Elphaba, le traía pesca y algo de lectura subversiva que
había rescatado de cuando encallaron. Como Caparazón no podía hablar, los
encuentros duraban poco. ¿Qué es lo que buscaba en ella? ¿Lo que todos? Elphaba
se estremeció. ¿Tan solo estaba?
Una mañana le despertaron unos
disparos. Asustada se acercó a la muchedumbre y vio tendido sobre los sacos de
arena que hacían de parapeto, acribillado a balas, a uno de los anarquistas.
Había sido sorprendido en su fuga. Llevaba un pequeño petate con algo de cecina
seca y un par de libros, que quedaron esparcidos en la playa. Cuando se
llevaron al pobre infeliz, Elphaba se acercó al charco de sangre y rescató una
de las lecturas: “La tiranía de la igualdad”. Se la guardó.
Colgaron al fusilado en el medio
de la playa, sin discurso ni explicación. Era un aviso tan claro que no lo
necesitaba. Unos pocos se atrevieron a mirar al cuerpo, con ojos de odio. Otros
miraban a los que miraban con odio, con más odio. El campamento era un
polvorín.
Cayó la noche y Elphaba se
recogió en su hamaca. Dejó el libro rescatado en el montón de lectura del
capitán y se extrañó de encontrar un nuevo ejemplar. Seguramente se lo habría acercado
él mientras ella no estaba, aunque la idea de que rebuscará en sus cosas le
turbaba. Esa sensación se le pasó de golpe cuando asombrada leyó el título del
viejo incunable que tenía entre las manos: “Hechizos para brujas” por Conchita
de Tortuga.
...
En medio de la noche, en plenos festejos por la fundación de Malgratink, llegó un exhausto Percival cargando al explorador Tirioniv. En seguida avisaron a Carkrof, que abandonó su quinta jarra de cerveza para reunirse con el hombre. Le seguía Kermit. Ya en los aposentos de Carkrof, el explorador explicó rápidamente sobre su encuentro en el Norte con las extrañas criaturas, de su increíble fiereza. Pero lo que más preocupó a ambos fue la supuesta presencia de hombres de Hifernia.
Carkrof se sentó pensativo.
Kermit iba a decir algo pero Carkrof le mandó callar. Tenía que pensar en
silencio. Aún así, insistió:
- - Carkrof, eso es imposible, nos fuimos según el plan
secreto del Rey – No nos pueden haber seguido al fin del
mundo.
-
¡Silencio he dicho! – Carkroff se levantó –
Basta un perro con buen olfato para encontrar a una liebre bien escondida. O
que Hifernia lo supiera – Kermit asintió.
De todos modos, pensó Carkrof,
daba igual. Hifernia había llegado al nuevo mundo junto a ellos. Si se
enfrentaron durante décadas en el continente, ¿por qué no hacerlo
también aquí?. Carkrof interrumpió los festejos sin miramientos, y expuso la
situación a su pueblo abiertamente. Lanzó un discurso realmente inspirador,
una arenga de espíritu comunitario como pocas veces se había oído. Lástima que
la mitad de la aldea estaba tan borracha que solo entendieron que si no espabilaban en
sus tareas los de Hifernia les iban a reventar.
Se redobló la vigilancia en las
empalizadas, se profundizaron las zanjas, se afilaron más los palos y el ejército
comenzó a hacer maniobras fuera de Malgratink, patrullando todo alrededor.
Carkrof no quería ninguna sorpresa.
Por su parte, reunió una pequeña
tropa militar para que le acompañara al Norte. Debía encontrar los cuerpos de
los soldados de Hifernia para asegurarse de que realmente lo eran. E investigar. Le
acompañarían también su segundo Kermit y Tirioniv, ya que era el único que sabía el sitio exacto.
Mandó guardar Malgratink a Morgan, con instrucciones precisas:
- Aprovechad que patrulláis el Oeste para montar
un puesto de vigilancia permanente en el paso, y cuando vayáis al Sur mirar bien dentro
del lago oxidado, había algo raro en esas aguas y puede que Hifernia haya maquinado algo allí – le ordenó
Carkrof.
- Estaremos atentos señor, no tema – contestó Morgan
- Que teman ellos. ¡Por Malgratink! – encabritó al alce de guerra y se dirigió al Norte junto con sus hombres.
...
Una seta roja con manchas blancas
sobresalía de la pinaza. Con mucho cuidado, Ñoñum la cortó con una puntilla y
la guardó en un zurrón etiquetado como “rarezas del mundo”. Allí también
había una trufa, un par de huevos de codorniz y una variedad extraña de clavo. Aquello
era la ostia.
Apenas se habían alejado 3 días de
Rojete y a cada paso aparecía una extrañez culinaria distinta. Ferranadris las
observaba con ojo científico, dibujando los nuevos condimentos, pesándolos,
diseccionándolos. Ñoñum a cada nuevo descubrimiento sonreía como un niño,
estaba disfrutando. Le recordaba a esas excursiones de pequeño con su padre, en
Tontaina, su pueblo natal. Que lejos quedaban esos años buscando níscalos y
gamusinos salvajes en el monte.
El pequeño ejército de cocineros que
les acompañaba estaba ahora descansando en un claro del bosque. Sus jinetes de ovejas estaban jugando
a las cartas mientras las monturas pastaban, y los cuchilleros preparaban un
improvisado almuerzo a base de bellotas con salsa de azafrán. Los cerbataneros
montaban guardia, hablando de trivialidades:
-
Te digo que una vez lancé un dardo a más de 30
metros – fardaba Pancho
-
Pues yo a 25 metros, pero borracho – replicó Benancio
-
Si no sabes ni hacer una parmentier, que me estás
diciendo de tirar un dardo a esa distancia
Benancio no
entendió qué tenía que ver una cosa con otra, pero se sintió ofendido:
-
¿Qué no puedo qué? Atiende – Benancio sacó la
cerbatana y apuntó a una especie de melocotón de colgaba de un árbol justo
delante. Disparó. Falló. Pancho reía. Benancio volvió a probar. Volvió a fallar.
-
Deja de hacer el ridículo, por favor – vamos a
comer
Benancio, con el
orgullo herido, se concentró y volvió a disparar, esta vez dio al melocotón en
todo el centro. “Bien”, exclamó. Pero el melocotón se movió. Porque el
melocotonero no era tal.
Era la espalda
llena de furúnculos de un ser de unos tres metros de altura, oculto tras unas
ramas frondosas, con hocico perruno lleno de dientes y largos brazos acabados en garras.
El dardo la había despertado de la siesta.
Pancho y Benancio salieron como un resorte, corriendo, dirección al grupo. La bestia los persiguió y en apenas dos
zancadas alcanzó a Pancho, partiéndolo en dos. “¡¡Gormitiiiiiii!!”, gritaba. Benancio llegó hasta los cuchilleros, que dieron un brinco al ver a la enorme
bestia sin apenas tiempo para evitar ver como la bestia arrancaba la columna vertebral de un zarpazo al pobre cerbatanero. Las tropas desenfundaron sus
cuchillos de trinchar y atacaron todos de golpe. Los cerbataneros dispararon de
lejos. Las ovejas cargaron sin jinete, por puro instinto. La bestia se llevó
por delante a todas ellas, pero finalmente murió acuchillada, en un gran charco
de sangre y entre gorgoteos.
Los hombres,
rodeados de sangre y tripas ovinas, resoplando, se recuperaban del susto. Justo en ese momento llegaron Ferranadris y
Ñoñum, canturreando:
-…y prepara
con esmero, un arroz con habich… ¿Pero qué coño…?
...
La primera disposición como
lideresa que ordenó Berenguela fue la de dar licencias de conquista a todos los
nobles. Además de haber sido lo pactado con ellos a cambio de oficializar su
mando, a Berenguela le interesaba tener a los nobles entretenidos explorando nuevos
territorios, bien lejos.
Al par de días de nombrar a
Berenguela como líder provisional de Catlliure, se consagró un tronco al que le
clavaron una nariz ridícula y unos ojos saltones, lo corrieron a palazos, lo
quemaron, y esparcieron sus cenizas sobre la explanada superior del acantilado:
así quedó fundada como ciudad Cerveraland. El cementerio quedó inaugurado con
el cadáver de Ràmeu, al que se le enterró sin mucha pompa. Berenguela ordenó
levantar unas murallas, construir una iglesia y montar una escuela (a cargo de
la Senyoreta Forcadey). Traperus mantuvo al ejército atrincherado en
Cerveraland por el momento, en una maniobra que desconcertaba a Berenguela.
Pero los nobles aprovecharon pronto las licencias de conquista y se fueron
desperdigando.
Cadod marchó buscando un paso
natural entre las montañas, al Norte. Al Este marcharon Jaume y Guifré, los más
belicosos y de los que Berenguela más desconfiaba, por ello mando al explorador
CivilCad con ellos para vigilarlos de cerca. Al Oeste, no lejos de la ciudad,
acamparon las gentes de Ferran y Hug; sus súbditos era los menos numerosos y
temían perder lazos con Cerveraland si marchaban más lejos.
El edificio que resultó más
suntuoso resultó ser el Juzgado, por petición de Montdepuig, que exigió ser
nombrado virrey: una especie de juez inquisidor creador de leyes. Berenguela
tuvo que tragar, ya que su voto fue decisivo para que ella gobernara. Tragó también
en que el juzgado se construyera justo delante de la iglesia, que es donde ella
vivía, a sabiendas que Ferrusola ocupaba sus recién inaugurados calabozos. Le
prometieron no tocarle un pelo, y en eso Montdepuig cumplió. Pero no podía
verla:
-
Ahora lo importante es asentarse, no
precipitarse – le decía en todo paternal un crecidito Montdepuig - Durante un
tiempo el juicio se retrasará, pero finalmente ella morirá.
En esa nueva normalidad, Berenguela
se refugiaba en rezos en la iglesia, agarrando con fuerza el pequeño crucifijo
de madera que le regaló de la monja. Le consumía la culpa. ¿Cómo había sido
capaz de traicionarla de esa manera? ¿Merecía la pena por manejar un imperio?
Absorta en sus pensamientos, no
oyó abrirse la puerta de la iglesia. Traperus entró, firme, serio y se acercó
al altar. Descubrió a Berenguela arrodillada, llorando. Ella dio un respingo al
verle de pronto, no lo esperaba, y por un momento temió lo peor. ¿Cuán fiel le
era el maior?
-
¿No era esto lo que vuestra merced quería?
Berenguela no esperaba la
pregunta. Sorbió las lágrimas:
-
No exactamente. He estado toda mi vida a la
sombra de un déspota, y ahora creo que estoy a la sombra de varios. No parece
que haya ido a mejor.
-
He servido a muchos déspotas – dijo Traperus sin
apartar la mirada del altar - Todos obtuvieron su poder gratis, de la nada.
Ninguno peleó para obtenerlo. Sólo he visto esa lucha, ese sacrificio, en usted.
Berenguela se secó unas últimas
lágrimas. Traperus se santiguó y ayudó a Berenguela a levantarse. Entonces fue
él el que se arrodilló. Y mirándola a los ojos le dijo:
- Dios salve a la Reina.

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