1X06. NADIE DIJO QUE FUERA FÁCIL


Fue tan gradual que apenas se dieron cuenta. Estaban subyugados a lo que dijera Fiyero. Apenas una semana después del intento de fuga de Nessarose, el campamento se había fortificado como si de un alcázar se tratase. Siempre había alguien patrullando o haciendo guardia, fusil en mano, por si el grupo de desterrados se le ocurriera volver. O por si alguien de la playa quisiera unirse a ella, pensaba Elphaba.

Nadie podía salir del campamento si no era por orden expresa de Fiyero, que se había convertido el líder absoluto. Tenía sus muy afines, compañeros de universidad y de armas reclutados durante su largo historial de atentados. Ocupaban los puestos de seguridad, inventario de armas, etc. Pero también había muchos que no llevaban bien el seguir a un líder autoimpuesto por las armas. ¡Joder, que eran anarquistas!

Elphaba no acababa de estar cómoda con nadie. Los detractores de Fiyero la consideraban su amiga y la rechazaban, y los afines del gran líder directamente la ignoraban. Sus mejores compañeros se quedaron en Oz, desoyendo la llamada a las armas, conformándose con los pasquines. Si Elphaba embarcó fue por Fiyero. Y él no quería saber nada de ella. Estaba sola. O casi sola, ya que sospechaba de las intenciones del capitán Caparazón de Tortuga.

Después de la batalla en la playa, los marineros se atrincheraron en la Honor meditando qué iban a hacer. Nada les ataba a permanecer en el nuevo mundo a sabiendas que el grupo que habían traído se había separado. Fue Caparazón el que insistió en quedarse hasta que no se asegurara un porvenir a los náufragos, pero cada día que pasaba había menos motivos para sentir lástima de ellos. Todo lo contrario: Fiyero era más numeroso, tenía las armas, y secretamente vigilaba al barco, porque lo acabaría necesitando. Aun así, allí seguían atracados. Caparazón bajaba muy a menudo a la playa, buscaba a Elphaba, le traía pesca y algo de lectura subversiva que había rescatado de cuando encallaron. Como Caparazón no podía hablar, los encuentros duraban poco. ¿Qué es lo que buscaba en ella? ¿Lo que todos? Elphaba se estremeció. ¿Tan solo estaba?

Una mañana le despertaron unos disparos. Asustada se acercó a la muchedumbre y vio tendido sobre los sacos de arena que hacían de parapeto, acribillado a balas, a uno de los anarquistas. Había sido sorprendido en su fuga. Llevaba un pequeño petate con algo de cecina seca y un par de libros, que quedaron esparcidos en la playa. Cuando se llevaron al pobre infeliz, Elphaba se acercó al charco de sangre y rescató una de las lecturas: “La tiranía de la igualdad”. Se la guardó.

Colgaron al fusilado en el medio de la playa, sin discurso ni explicación. Era un aviso tan claro que no lo necesitaba. Unos pocos se atrevieron a mirar al cuerpo, con ojos de odio. Otros miraban a los que miraban con odio, con más odio. El campamento era un polvorín.

Cayó la noche y Elphaba se recogió en su hamaca. Dejó el libro rescatado en el montón de lectura del capitán y se extrañó de encontrar un nuevo ejemplar. Seguramente se lo habría acercado él mientras ella no estaba, aunque la idea de que rebuscará en sus cosas le turbaba. Esa sensación se le pasó de golpe cuando asombrada leyó el título del viejo incunable que tenía entre las manos: “Hechizos para brujas” por Conchita de Tortuga.

...

En medio de la noche, en plenos festejos por la fundación de Malgratink, llegó un exhausto Percival cargando al explorador Tirioniv. En seguida avisaron a Carkrof, que abandonó su quinta jarra de cerveza para reunirse con el hombre. Le seguía Kermit. Ya en los aposentos de Carkrof, el explorador explicó rápidamente sobre su encuentro en el Norte con las extrañas criaturas, de su increíble fiereza. Pero lo que más preocupó a ambos fue la supuesta presencia de hombres de Hifernia.

Carkrof se sentó pensativo. Kermit iba a decir algo pero Carkrof le mandó callar. Tenía que pensar en silencio. Aún así, insistió:

-       - Carkrof, eso es imposible, nos fuimos según el plan secreto del Rey – No nos pueden haber seguido al fin del mundo. 

-        ¡Silencio he dicho! – Carkroff se levantó – Basta un perro con buen olfato para encontrar a una liebre bien escondida. O que Hifernia lo supiera – Kermit asintió. 

De todos modos, pensó Carkrof, daba igual. Hifernia había llegado al nuevo mundo junto a ellos. Si se enfrentaron durante décadas en el continente, ¿por qué no hacerlo también aquí?. Carkrof interrumpió los festejos sin miramientos, y expuso la situación a su pueblo abiertamente. Lanzó un discurso realmente inspirador, una arenga de espíritu comunitario como pocas veces se había oído. Lástima que la mitad de la aldea estaba tan borracha que solo entendieron que si no espabilaban en sus tareas los de Hifernia les iban a reventar.

Se redobló la vigilancia en las empalizadas, se profundizaron las zanjas, se afilaron más los palos y el ejército comenzó a hacer maniobras fuera de Malgratink, patrullando todo alrededor. Carkrof no quería ninguna sorpresa.

Por su parte, reunió una pequeña tropa militar para que le acompañara al Norte. Debía encontrar los cuerpos de los soldados de Hifernia para asegurarse de que realmente lo eran. E investigar. Le acompañarían también su segundo Kermit y Tirioniv, ya que era el único que sabía el sitio exacto. Mandó guardar Malgratink a Morgan, con instrucciones precisas:

-     Aprovechad que patrulláis el Oeste para montar un puesto de vigilancia permanente en el paso, y cuando vayáis al Sur mirar bien dentro del lago oxidado, había algo raro en esas aguas y puede que Hifernia haya maquinado algo allí – le ordenó Carkrof. 

-        Estaremos atentos señor, no tema – contestó Morgan

-    Que teman ellos. ¡Por Malgratink! – encabritó al alce de guerra y se dirigió al Norte junto con sus hombres.

...

Una seta roja con manchas blancas sobresalía de la pinaza. Con mucho cuidado, Ñoñum la cortó con una puntilla y la guardó en un zurrón etiquetado como “rarezas del mundo”. Allí también había una trufa, un par de huevos de codorniz y una variedad extraña de clavo. Aquello era la ostia.

Apenas se habían alejado 3 días de Rojete y a cada paso aparecía una extrañez culinaria distinta. Ferranadris las observaba con ojo científico, dibujando los nuevos condimentos, pesándolos, diseccionándolos. Ñoñum a cada nuevo descubrimiento sonreía como un niño, estaba disfrutando. Le recordaba a esas excursiones de pequeño con su padre, en Tontaina, su pueblo natal. Que lejos quedaban esos años buscando níscalos y gamusinos salvajes en el monte.

El pequeño ejército de cocineros que les acompañaba estaba ahora descansando en un claro del bosque. Sus jinetes de ovejas estaban jugando a las cartas mientras las monturas pastaban, y los cuchilleros preparaban un improvisado almuerzo a base de bellotas con salsa de azafrán. Los cerbataneros montaban guardia, hablando de trivialidades:

-        Te digo que una vez lancé un dardo a más de 30 metros – fardaba Pancho

-        Pues yo a 25 metros, pero borracho – replicó Benancio

-        Si no sabes ni hacer una parmentier, que me estás diciendo de tirar un dardo a esa distancia

Benancio no entendió qué tenía que ver una cosa con otra, pero se sintió ofendido:

-        ¿Qué no puedo qué? Atiende – Benancio sacó la cerbatana y apuntó a una especie de melocotón de colgaba de un árbol justo delante. Disparó. Falló. Pancho reía. Benancio volvió a probar. Volvió a fallar.

-        Deja de hacer el ridículo, por favor – vamos a comer

Benancio, con el orgullo herido, se concentró y volvió a disparar, esta vez dio al melocotón en todo el centro. “Bien”, exclamó. Pero el melocotón se movió. Porque el melocotonero no era tal.

Era la espalda llena de furúnculos de un ser de unos tres metros de altura, oculto tras unas ramas frondosas, con hocico perruno lleno de dientes y largos brazos acabados en garras. El dardo la había despertado de la siesta.

Pancho y Benancio salieron como un resorte, corriendo, dirección al grupo. La bestia los persiguió y en apenas dos zancadas alcanzó a Pancho, partiéndolo en dos. “¡¡Gormitiiiiiii!!”, gritaba. Benancio llegó hasta los cuchilleros, que dieron un brinco al ver a la enorme bestia sin apenas tiempo para evitar ver como la bestia arrancaba la columna vertebral de un zarpazo al pobre cerbatanero. Las tropas desenfundaron sus cuchillos de trinchar y atacaron todos de golpe. Los cerbataneros dispararon de lejos. Las ovejas cargaron sin jinete, por puro instinto. La bestia se llevó por delante a todas ellas, pero finalmente murió acuchillada, en un gran charco de sangre y entre gorgoteos.

Los hombres, rodeados de sangre y tripas ovinas, resoplando, se recuperaban del susto.  Justo en ese momento llegaron Ferranadris y Ñoñum, canturreando:

-…y prepara con esmero, un arroz con habich… ¿Pero qué coño…?

...

La primera disposición como lideresa que ordenó Berenguela fue la de dar licencias de conquista a todos los nobles. Además de haber sido lo pactado con ellos a cambio de oficializar su mando, a Berenguela le interesaba tener a los nobles entretenidos explorando nuevos territorios, bien lejos.

Al par de días de nombrar a Berenguela como líder provisional de Catlliure, se consagró un tronco al que le clavaron una nariz ridícula y unos ojos saltones, lo corrieron a palazos, lo quemaron, y esparcieron sus cenizas sobre la explanada superior del acantilado: así quedó fundada como ciudad Cerveraland. El cementerio quedó inaugurado con el cadáver de Ràmeu, al que se le enterró sin mucha pompa. Berenguela ordenó levantar unas murallas, construir una iglesia y montar una escuela (a cargo de la Senyoreta Forcadey). Traperus mantuvo al ejército atrincherado en Cerveraland por el momento, en una maniobra que desconcertaba a Berenguela. Pero los nobles aprovecharon pronto las licencias de conquista y se fueron desperdigando.

Cadod marchó buscando un paso natural entre las montañas, al Norte. Al Este marcharon Jaume y Guifré, los más belicosos y de los que Berenguela más desconfiaba, por ello mando al explorador CivilCad con ellos para vigilarlos de cerca. Al Oeste, no lejos de la ciudad, acamparon las gentes de Ferran y Hug; sus súbditos era los menos numerosos y temían perder lazos con Cerveraland si marchaban más lejos.

El edificio que resultó más suntuoso resultó ser el Juzgado, por petición de Montdepuig, que exigió ser nombrado virrey: una especie de juez inquisidor creador de leyes. Berenguela tuvo que tragar, ya que su voto fue decisivo para que ella gobernara. Tragó también en que el juzgado se construyera justo delante de la iglesia, que es donde ella vivía, a sabiendas que Ferrusola ocupaba sus recién inaugurados calabozos. Le prometieron no tocarle un pelo, y en eso Montdepuig cumplió. Pero no podía verla:

-        Ahora lo importante es asentarse, no precipitarse – le decía en todo paternal un crecidito Montdepuig - Durante un tiempo el juicio se retrasará, pero finalmente ella morirá.

En esa nueva normalidad, Berenguela se refugiaba en rezos en la iglesia, agarrando con fuerza el pequeño crucifijo de madera que le regaló de la monja. Le consumía la culpa. ¿Cómo había sido capaz de traicionarla de esa manera? ¿Merecía la pena por manejar un imperio?

Absorta en sus pensamientos, no oyó abrirse la puerta de la iglesia. Traperus entró, firme, serio y se acercó al altar. Descubrió a Berenguela arrodillada, llorando. Ella dio un respingo al verle de pronto, no lo esperaba, y por un momento temió lo peor. ¿Cuán fiel le era el maior?

-        ¿No era esto lo que vuestra merced quería?

Berenguela no esperaba la pregunta. Sorbió las lágrimas:

-        No exactamente. He estado toda mi vida a la sombra de un déspota, y ahora creo que estoy a la sombra de varios. No parece que haya ido a mejor.

-        He servido a muchos déspotas – dijo Traperus sin apartar la mirada del altar - Todos obtuvieron su poder gratis, de la nada. Ninguno peleó para obtenerlo. Sólo he visto esa lucha, ese sacrificio, en usted.

Berenguela se secó unas últimas lágrimas. Traperus se santiguó y ayudó a Berenguela a levantarse. Entonces fue él el que se arrodilló. Y mirándola a los ojos le dijo:

-        Dios salve a la Reina. 

Comentarios