Los días posteriores a la gran paellada transcurrieron un poco como a cámara lenta. La resaca generalizada dejó paso a unas letrinas inundadas de fluidos rojos. Tal era el poder del azafrán encontrado, que los eshobianos (se estaban empezando a llamar así a ellos mismos) anduvieron con el ojete rojo durante varios días. Ñoñum no dudó un instante en bautizar el asentamiento como Rojete.
La paellada cumplió el objetivo, crear lazos. Ñoñum podía ahora lanzarse sin miedo a su exploración tierra adentro, en busca de exóticos condimentos. Si un simple azafrán playero había conseguido teñir los intestinos de 500 personas, qué no harían las demás maravillas ocultas en el interior de la isla. Planificó cuidadosamente con Ferranadranis los siguientes pasos a seguir: mandó al explorador Juanmanuelum al Este, mientras que Ñoñum, Ferranadris y unos pocos de sus ayudantes se fueron al Norte. En Rojete, entregó la enorme responsabilidad de construir la Gran Academia de Restauración a su ingeniero Christos, y la supervisión de la cocina a Arturatum. Quizás estaba un punto verde, pero le vendría bien un poco de responsabilidad. La Gran Academia debía convertirse en el motor cultural de Rojete, una extensión de Imperio a la Romana mar adentro, para alcanzar el zenit como civilización. La neogastronomía (corriente en la cual Ñoñum era el máximo exponente) promulgaba que la alimentación medida, planificada, calculada milimétricamente al nivel nutricional y tenida como verdadera ciencia, era la única manera de que el ser humano consiguiera la plenitud física e incluso moral. Una vez alcanzada, la mente le seguiría irremediablemente a través de complejos engranajes neuroquímicos. Corpore sano in mens sana.
Rauben no pensaba igual, por supuesto. Aquello le sonaba a secta de rebaña platos. Él se definía como paleogastrónomo, un aplicado de las técnicas antiguas, directas. Alumno aplicado pero poco disciplinado, compartió aulas con Ñoñum en su juventud. Le aburría la metodología tan calculada y robótica de la academia. No veía saciados sus instintos más primarios cuando pelaba una cebolla o cuando escaldaba unas acelgas. Se sentía seco y vacío en una sociedad que cada vez más ensalzaba las ideas sibaritas y elitistas, denostando la tradición milenaria. En una salida de campo con otros estudiantes para recoger trufas y champiñones, aburrido se separó del grupo, y al llegar la noche se perdió. Pasó tres días vagando sin rumbo, sin agua y sin comida, hasta que una madrugada dio con un jabalí solitario. Lo persiguió durante horas hasta que lo acabó degollando con su navaja de cortar setas. La calidez de su sangre, la vena palpitante, el jadeo agónico, el último estertor... Rauben vio en ese momento muy claro su futuro, en el frio ojo muerto del jabalí, cuya carne le había devuelto a la vida.
Volver a sentirse vivo era lo que buscaba Rauben, por eso no tuvo reparos en prender fuego a aquellas dos ovejas para en el alboroto, robar las llaves del arsenal de cuchillos. Tampoco los tuvo cuando, aprovechando la marcha de Ñoñum al Norte, rebañó el cuello de los vigilantes del muelle. Ni siquiera sintió remordimientos cuando hundió dos de las naves llenas de azafrán y robó la tercera para, con unos pocos acólitos, emprender rumbo Sur, en busca de la tan ansiada caza.
...
Ciertamente Tirioniv estaba disfrutando del paisaje. No digamos su alce. Después de semanas encerrados en un barco a merced de las olas, aquella excursión sobre la nieve, con el aire fresco sobre sus largas cabelleras, era gloria bendita para ambos.
Hacía un par de días que el explorador marchaba hacia el Norte. No llevaba prisa. Paraba cada poco, anotaba curiosidades en su mapa, comía algo, abrevaba al animal y continuaba. Su alce, Percival, era un ejemplar joven y fuerte. Llevaban ya varios años como jinete y montura, y se conocían a la perfección: una simple presión de las piernas sobre el lomo del animal bastaban para girar, parar o volverse. Precisamente en ese momento Percival recibió la orden de parar en seco. Obedeció.
Tirioniv, distraído con el paisaje, había oído de repente unos ruidos detrás de una arboleda, a la derecha del camino. Eran voces humanas, pero no tenía sentido, solo él estaba explorando. Con Percival ahora detenido, agarró el hacha y descabalgó en silencio.
Se acercó a los primeros arboles e indicó a Percival que se mantuviera cerca, por si tenían que salir por patas. El alce comenzó a pastar en silencio. Tirioniv aguzó el oído. Eran claramente voces humanas:
- Te digo que aquí hace más frio. Es la costa. Tierra adentró no se nota tanto - dijo Gilico
- Pues acabemos de mapear este sector y volvamos - contestó Kitsune - No parece que Carkrof haya llegado tan al Norte aún.
- Su ruta era clara, línea recta hacia el oeste desde Vyking - replicó Gilico - Es lo que dijo Sonhefer. No seré yo quien le contradiga.
Tirioniv se quedó helado. Eran aquellos, sin lugar a dudas, soldados de Hifernia, el reino enemigo de Vyking. No sabía cómo pero también estaban en la isla. Y habían llegado con su rey Sonhefer. ¡Y los estaban buscando!
Viéndose en inferioridad ante los dos soldados, optó por volverse rápidamente a la aldea a informar a Carkrof. Buscó a Percival para marcharse, pero no lo encontró:
- Maldito alce de mierda. ¿Dónde está? - blasfemó
De repente se escuchó un grito humano, agónico, seguido de un gruñido gutural que paralizaba el alma. Voló la cabeza de uno de los soldados de Hifernia, tiñendo de sangre el suelo nevado, y de entre los árboles apareció una brutal bestia de 3 metros de altura, lampiña, bípeda, con brazos largos y afiladas garras. De sus fauces llenas de dientes largos y afilados, chorreando sangre, salió otro gruñido dirigido a Tirioniv.
- Joder! - gritó Tirioniv- Joder, joder, joder.
De los árboles salió corriendo el otro soldado, desarmado, perseguido por un segundo ser monstruoso. Se giró el soldado para ver la distancia que lo separaba de su perseguidor, entonces tropezó y el ser lo alcanzó, destrozándolo de un zarpazo, partiéndolo el dos. Tirioniv blandió el hacha sin esperanzas.
Entonces de un recodo apareció al galope Percival, directo hacia Tirioniv, y con sus astas lo alzó de golpe a la grupa. Cayó montado sobre el animal al revés, y mientras azuzaba al alce para que corriera aun más, pudo ver como una de las bestias alzaba la garra ensangrentada en la distancia, furiosa, al grito gutural de ¡GORMITIIIIIII!

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