Carkrof lo vio partir, jarra de cerveza caliente en mano, con su abrigo polar puesto a modo de bata, descalzo en la nieve. Le dedicó unas últimas instrucciones a Tirioniv: explorar al norte bordeando la costa todo lo posible, y luego volver a la aldea por el oeste. De la parte sur se encargaría él. Quería tener controlado todo el perímetro del asentamiento, sobretodo ahora que aún no estaba perfectamente defendido. La seguridad evitaba derramamientos de sangre innecesarios: un hueco en una empalizada, una zanja poco profunda... Lo sabía porque él se había aprovechado muchas veces de esos defectos para entrar y masacrar. Quizás demasiadas veces.
Carkrof entró en su tienda, bien caldeada por el brasero central y por las dos prostitutas que aun dormitaban en su lecho. Aun era pronto para salir a explorar, pensó. Las despertó.
Al cabo de un par de horas, al tiempo que se le cruzaban unos pescadores camino al muelle, Kermit seguía esperando a su líder en la parte sur de la aldea. Tenía las manos heladas, los pies fríos, y no sentía la nariz. Odiaba la nieve, no estaba acostumbrado a sufrirla si no era desde lo caliente de un castillo. No le gustó el tener que acompañar a Carkrof al nuevo mundo, pero la orden del Rey mar allende fue clara. Finalmente Carkrof apareció, bien pertrechado:
-Voy a ir hacia el sur - le dijo. - Iré solo. Mantén a la gente ocupada en mi ausencia.
- ¿Sólo, señor? - le dijo Kermit. Observó atentamente a su lider. Montado sobre su alce de guerra, con alforjas de cuero tachonado. Iba vestido con su abrigo de pelo de oso polar, sus botas gruesas, su casco de cornamenta y Melladora a la espalda. Claro que iba solo. No necesitaba a nadie. - Por Vyking! - gritó, y marchó al galope.
Avanzó Carkrof a buen ritmo sobre una planicie nevada. Su alce marchaba casi en silencio por lo blando de la nieve y la turba húmeda. Al cabo de media hora alcanzó a ver un pequeño lago y se acercó a investigar. El agua presentaba un color anaranjado, y una especie de herrumbre manchaba las piedras de la orilla. Anotó mentalmente ese extraño fenómeno. Sopesó entonces dirigirse al oeste, hacia las montañas que cerraban el valle: buscaba un paso. Carkrof era un excelente cartógrafo. Si había un paso, lo encontraría.
Aquella excursión, el viento en la cara, el frio en el cogote, le recordó a sus años de juventud, cuando junto a su padre cabalgaba cerca de las fronteras de Vyking buscando los mejores puntos de acceso hacia las aldeas de Hifernia. Su rey tenía en gran estima a su familia, la casa Onac, por lo buen guerrero que era su padre pero también por lo buena diplomática que era su madre. Pero eran aquellos años tiempos de guerra, Hifernia era una gran amenaza y no habían palabras que valieran.
La planicie fue ganando pendiente, la nieve fue aumentando el grosor, algún edelweiss sembraba el camino. La ruta estaba cogiendo rápidamente altura y grandes paredes de piedra le obligaban a zigzaguear para poder mantener el rumbo. Después de un rato luchando contra la montaña, el camino se allanó y apareció un claro: había encontrado el paso. Carkrof descabalgó y contempló las vistas: hacia el oeste una inmensa llanura nevada, y hacia el este... su aldea.
La aldea se veía claramente desde el paso. Rodeada de árboles, nevada y cerca del mar, era la viva imagen de su ciudad natal, Malgratink, destruida hacía ya muchos años durante las primeras guerras. No había pesar en aquello, en la guerra todo valía, o eso le habían enseñado. Él mismo había destruido cientos de aldeas, con todo lo que había dentro. Todo.
- ¿Y ha merecido la pena? - le preguntó su esposa Anerol - ¿Qué has conseguido con eso?
- Honor. Y gloria. Elevar el apellido Onac a donde debe estar - dijo Carkrof sin dudar
- ¿Honor para quién, Carkrof? - insistió Anerol - ¿Para tu padre, que cuando murió entre pústulas no recibió ni las gracias?¿Para tu madre, que sigue en Vyking negociando la paz cuando al día siguiente tu rey declara la guerra?
- ¡No sabes nada mujer! - Carkrof se enfadó - Al Rey no se le discute, lo que manda se hace. Siempre ha sido así, y yo también me debo a ello.
- Ya ha habido mucha sangre derramada, lo sabes bien. Sangre de inocentes, sangre de tu familia. Mi sangre... - La imagen de Anerol se desvaneció en su mente, tiñéndose de rojo. Con una última caricia dijo - Carkrof Onac no tiene Rey, Carkrof no necesita Rey...
Carkrof volvió a la realidad. El sol marcaba mediodía y tocaba volver. Montó al alce de un salto y retomó el camino de vuelta. Estaba aturdido. Por primera vez en su vida no sabía que hacer.
...
La playa presentaba el típico desorden de un campamento revolucionario. Después de encallar en la playa, tuvieron que sacar rápidamente lo que pudieron de los barcos antes de que las olas los acabaran de destrozar. Salvaron solo una de las naves, la Honor del capitán Caparazón de Tortuga, el único que por oficio vio a tiempo aparecer de entre la niebla la dichosa costa. Las otras dos naves servían ahora para, aprovechando sus tablas y velas, hacer un improvisado campamento. Entre carpas, almacén de suministros, cajas de dinamita y de cocteles molotov, el grupo de revolucionarios montó una hoguera en el claro de una densa arboleda de pinos y se sentaron alrededor a comer algo mientras discutían.
Elphaba estaba sacando brillo a varios fusiles en el borde del claro, lo más lejos posible de Fiyero, que seguía enfrascado en una discusión con Nessarose, delante de la hoguera. Había sido una idiota, pensaba, al haber creído en el plan de Fiyero. Era demasiado complicado, era demasiado elaborado. Se había dejado engatusar por sus ojos grises, su pelo largo, sus brazos fuertes, su pecho firme y sus palabras cultas. !Malditos 19 años! Las charlas revolucionarias que Elphaba daba en la universidad podían parecer ridículas, pero eran verdaderas, y poco a poco estaban cambiando la opinión de muchos estudiantes, incluso la de algunos profesores. Les estaba haciendo ver que Oz no era el paraíso que les habían prometido, que la represión nunca era la respuesta.
Nessarose y su grupito de niños ricos se habían sumado al movimiento un poco por aburrimiento: nunca les había faltado de nada, no habían tenido que pelear por nada, pero eran universitarios y tenían que revelarse de alguna manera. Nessarose, siendo la de mejor familia (un padre cura muy afín al Gran Mago) era la que más creía en la acción revolucionaria directa, la que tenía ideas más duras y la que creía que solo con actos violentos podrían derrocar al régimen. Fue la que fundó el Ejército Revolucionario de Oz. Luego se le sumó Fiyero, que ya estaba harto de los pasquines y de las charlas intelectuales en bares que organizaba Elphaba y estaba necesitado de más acción. Poco a poco el carisma de Fiyero fue captando a más estudiantes a la causa y se alzó como líder visible del E.R.O., pero la que ideaba las acciones era Nessarose.
La reunión en la hoguera terminó y cada uno se fue a dormir a su improvisada hamaca entre los árboles. Fiyero se acercó a donde estaba Elphaba. Tomó un fusil:
- Nessarose cree que hay que aprovechar la confusión de nuestra huida y cargar la nave que queda para atacarles - dijo, desmontando el arma.
- ¿En un solo barco? No cabemos todos, Fiyero. ¿El resto se quedará aquí tirado?
- Os dejaremos casi toda la comida, Elphaba. Y algunas armas... - volvió a montar el fusil.
Elphaba dejó de limpiar. Encaró a Fiyero, dolida.
- ¿"Os"? ¿Me quedó aquí yo también? Ostias Fiyero... tú te vas, claro, con Nessarose, por supuesto.
- Vamos, Elphaba, aquí hay gente mucho más preparada, ya lo sabes - Fiyero dejó el fusil en su sitio - No estuviste en la liberación de los Winkies ni tampoco en el robo de armas del cuartel de Quadling. No manejas las armas.
- Estuve en la retaguardia, vigilando si venía los monos voladores. Hice lo que me dijiste. ¿Y Nessarose?¿Qué puede hacer ella, sin brazos, que no pueda hacer yo? - Fiyero la miró de reojo. Ella sollozaba - Oh Fiyero, ¿Por qué me apartas así?
- No te aparto, Elphaba, somos un ejército que debe actuar como tal. Solo elijo las mejores piezas. Aún eres muy joven.
- ¡Por qué me apartas de ti! - dio un empujón a Fiyero y se marchó corriendo, llorando, hacia la hoguera.
Masticando un trozo de cecina estaba Caparazón de Tortuga, apoyado en una caja, que había escuchado todo. Miraba a Fiyero sin expresión alguna. No dijo nada. Tampoco tenía lengua para hacerlo.
Sentada delante del fuego, Elphaba contemplaba las llamas tras sus ojos llorosos. Notaba como el calor la reconfortaba, como entraba a través de su piel verde y la calmaba. Nunca la tomarían en serio, pensaba. No fue suficiente sobrevivir a un parto en hipoxia, ni soportar una infancia de orfanato público, ni escuchar cada día como hablaban de su color desde que tenía razón de ser. La universidad la había convertido, a pesar de su aspecto, en una más. Intentaba ayudar a los demás sin esperar nada a cambio, solucionar injusticias y que nadie más las sufriera como hizo ella. Pero todo daba igual, hiciese lo que hiciese seguía siendo la pobre huérfana verde ni muy tonta ni muy empollona. Y para acabar de redondear, se había enamorado.
Miró el fuego más atentamente, se concentró en él. Miró alrededor, vio que no había nadie y acercó la mano, acariciando las llamas, con dulzura. Se volvieron de colores a su voluntad. Los sollozos habían terminado y su respiración era ahora firme y segura. Sonrió para sus adentros. Menos mal que por lo menos, pensó, soy bruja.

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