1x01. DESPUÉS DE LA TORMENTA


Si bien la tormenta había dejado a casi toda la tribulación de l’Oignon con el estómago girado, Ñoñum no contemplaba el mareo en ninguna de sus formas conocidas. Su máxima preocupación una vez se calmaron las bravas aguas del mar angosto fue bajar a buscar cebollino a las bodegas. Allí lo encontró su consejero Ferranadris, asignado por su país, Imperio a la Romana, para cualquier duda logística relacionada con la expedición gastronómica que les había llevado al Este.

- Señor, debería subir a ver algo.

Ñoñum se abotonó bien su chaquetilla verde, se caló perfectamente el sombrero largo y negro de cocinero, e hizo acto de presencia en cubierta. La tripulación, aún aferrada a los parapetos de babor y estribor con sabor a bilis en la boca, tenía la mirada fija en el horizonte. Lo mismo hacían los cocineros de sus otras dos naves, l’Ail y la Tomate.

- Por Carlus Arguiñanus, ¿qué es eso? - exclamó Ñoñum.

A lo lejos vislumbraron una ancha playa de arena morada y aguas rojas. Al acercarse más las naves, se dieron cuenta que en la arena había unas plantas de hoja lila que estaban tiñendo de carmesí las aguas que rompían mansamente. A lo lejos palmeras y unos prados infinitos que se perdían hasta unas montañas. Ñoñum ordenó desembarcar: cocineros, enseres, ovejas y vino.

El primero en pisar la arena, con sus Marsella Dian impolutos, fue el mismísimo Ñoñum, seguido de Ferranadris y de su segundo, Arturatum. Luego lo hizo el resto de la tripulación, perfectamente organizados según los colores de sus pañuelos, bien atados al cuello. Fue JuanManuelum, el explorador, el que recogió una de las plantas lilas. - Crocus Sativus - exclamó. - ¡Azafrán! Todo el mundo celebró el descubrimiento, pues la playa estaba llena de la preciada especia. Ñoñum lo entendió como una excelente señal. Todo el mundo lo celebró, excepto Rauben, que aún estaba en cubierta de la Tomate, oyendo las nuevas. No había movido su culo de paleogastrónomo -pensó- para recoger verduritas moradas. Era hora de afilar su Santoku.

...

Quien no tenía que afilar nada, porque ya lo traía afilado de casa, era Carkrof. Con su inseparable hacha de batalla, Melladora, y la capa de piel de oso polar calada de agua y hielo tras la tormenta, permanecía impasible al frio y a los hielos que crujían violentamente ante el paso de la Miliki, la principal nave rompehielos de su pequeña flota. Fue Kermit, su consejero por orden del rey de Vyking, el que lo sacó de la inopia:

- La Gabi y la Fofó ya nos siguen sin problemas, señor. La tormenta ha virado al norte.

Carkrof le habló sin apartar la mirada del horizonte:

- Nuestro nuevo hogar está en el oeste ahora. Vyking nos necesita, Kermit.

Poco rato pasó hasta que el vigía atisbó tierra. Los hielos se hicieron más frágiles cuanto más se acercaban a lo que parecía una playa nevada. Acostumbrados en su tierra al frio la mayor parte del año, encontrar aquella playa tendida de blanco, sembrada de abetos, bajo la sombra de imponentes picos nevados, le pareció a Carkrof la más cálida de las bienvenidas.

Varando la Miliki en la playa, Carkrof bajó de cubierta de un salto, hacha en mano, al grito de ¡Por Vyking!. Ordenó desembarcar a sus alces de guerra, a los toneles con más de 12 variedades de espirituosos, a sus voluntariosos colonos y mandó montar rápidamente una carpa a modo de improvisado prostíbulo. Su segundo al cargo, Morgan, se apresuró a que se excavaran unas letrinas, pues durante las semanas de viaje había llevado mal la dieta pobre en fibra. El explorador Tirioniv se encargó de montar unas cuadras provisionales para los alces, y comenzaba a preparar sus aparejos de expedición. Carkrof se alejó un poco del ajetreo para contemplar la playa en toda su extensión: bien cobijada de los vientos, buen ancho de arena, mucha madera... Quitándose su casco de cornamenta de alce, habló a su ingeniero, Tamllo:

- Un emplazamiento perfecto.

Tamllo asintió - No podría ser mejor, señor. ¿Empezamos?

...

Agarrada fuertemente al parapeto de proa de la Furia, Elphaba luchaba por no vomitar de nuevo. Las nauseas que le provocaba el fuerte oleaje la estaban dejando fuera de juego, mucho más que al resto de sus compañeros, y su piel, normalmente verde oscura, estaba cogiendo una tonalidad color puré de guisantes. Sólo cuando la tormenta dejó paso a una espesa niebla, pudo recuperar algo de dignidad revolucionaria.

Encontró a la tripulación en la bodega, hablando airadamente sobre lo acontecido los últimos tres días. Fiyero marcaba el ritmo de la conversación mientras sus camaradas escuchaban. Venía a decir que ya estaban a salvo y que era poco probable que los hubieran seguido hasta esas aguas, más aún después de la tormenta que se encontraron de repente.

- Es un milagro que estemos vivos - dijo Elphaba, bajando las escaleras desde cubierta - Tuvimos que largarnos a toda prisa cuando todo el plan falló. No contábamos con tener que perder de vista la costa.

- Deja los milagros para Nessarose - contestó Fiyero - Con una devota a bordo ya tenemos suficiente.

Nessarose, aguantando el equilibrio con mucho estilo teniendo en cuenta el movimiento del mar y que no tenía brazos para equilibrarse, soportó bien la burla exclamando un silencioso Amén.

Milagro o suerte, lo cierto es que las tres naves que el Ejército Revolucionario de Oz (E.R.O.) había fletado para atentar durante la inauguración del nuevo astillero de Munchkin habían servido para escapar de la Armada de Oz, que allí estaba esperándolos. Fueron las buenas artes del mercenario contratado, el capitán Caparazón de Tortuga a bordo de la Honor, lo que les había librado de estar capturados o muertos.

- Ahora toca arreglar desperfectos y comunicar la decisión a las otras naves - continuó Fiyero.

- ¿Qué decisión? - preguntó Elphaba

- Sin el factor sorpresa el plan ha cambiado. Hay que ser más agresivos. Atacaremos directamente Ciudad Esmeralda.

Sin tiempo para que Elphaba objetara, ni para que Nessarose esbozara una sonrisa, sin tiempo para que los camaradas a favor alzaran el puño ni para que los que estaban en contra prepararan un motín, sin tiempo para nada, la nave encalló de repente y todos cayeron rodando, a través del casco roto, sobre la arena de una playa. Acababan de tomar tierra, literalmente, en un nuevo mundo.

...

La barra roja de lacre se derritió al acercarse a la vela que Berenguela tenía sobre su escritorio. Con él selló el último de los sobres que tenía delante. Los recogió y los metió dentro del gran baúl verde donde guardaba todo lo importante. Un desganado Montdepuig tocó a la puerta del camarote:

- Mi señora, hemos avistado tierra.

Montdepuig no era más que un funcionario, una figura neutral que el rey de Catlliure había creado para que sirviera de notario ante lo que aconteciera en las nuevas tierras. Varios nobles habían sido enviados allí en busca de donde asentarse para refundar la invadida Catlliure por parte de Tiranolandia. Estaban a bordo el marqués Jaume de Conflent, el duque Ferran de Manresa, el barón Hug del Pallars,... Berenguela acudió en representación de Lord Rameu de Segarrus, su marido.

Berenguela se cubrió su vestido granate de mangas largas y acampanadas, con un chal negro que le tapaba el escote. Todo el conjunto le daba un aspecto sobrio, elegante, digno de su cargo y de su mandato. Se lo había regalado la reina Ermesinda, un par de años antes de morir durante la invasión de su reino. Se adornó el cabello con una corona de plata con el emblema de la casa Fontaine, la de su marido, y se colgó al cuello una cruz de madera regalo de su consejera Ferrusola, una monja no muy casta pero muy devota. Así vestida, salió del camarote.

En cubierta de la Pere IV se encontraban algunos de los nobles citados. El resto se repartían en las otras naves, junto a una buena provisión de ratafía, sacos de mongetes, rucs de guerra y soldadesca en general. El teniente CivilCad habló:

- Después de días de tormenta, la claridad del nuevo amanecer nos ha dejado ver lo que parece una costa acantilada.

- Preparen la banderita - dijo Montdepuig - desembarcamos.

Las tres naves se acercaron todo lo que pudieron a la playa de piedras, y desde unas barcas destartaladas accedieron por turnos a tierra firme. Berenguela y Ferrusola fueron las últimas en llegar. El resto de nobles estaba ya montando unas carpas para instalar sus despachos, pero Berenguela pidió que primero de todo le instalaran una capilla donde rezar. Lo demás podía esperar. Una vez montada la improvisada iglesia, Berenguela se arrodilló ante el altar y pidió perdón a Dios por lo que había hecho, y por lo que tenía aún que hacer.


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